30 junio, 2011

De Facebook y otras redes sociales

Está muy de moda ahora entre politólogos, psicólogos y gafapastas sin dos dedos de frente el avisar de los peligros de las redes sociales. ¡Son malas! ¡El demonio! ¡Cuidado, que viene el lobo! Gilipolleces.

No es la primera vez que tengo que escuchar cosas como estas. Pero algunas, me dejan ojiplática (cómo me gusta esa palabra...). Ayer, viendo las noticias, escuché que un estudio de una universidad española dejaba clarísimo que si pasas más de tres horas frente a un ordenador, es muy probable que acabes enganchado a las drogas. Anfetaminas, marihuana y cocaína decían textualmente... Joder, llevo media vida drogándome y yo sin enterarme...

Las redes sociales son el nuevo caballo de batalla, igual que antes fueron los chats y luego el messenger. Son peligrosos para nuestros hijos, son dañinos, aislan, distancian, hacen caer en depresiones, ¡cuidado! Mamarracheces. Eso, o yo estoy muy enferma, que puede ser.

Tuve mi primer ordenador a los 17. Y mi conexión a internet a eso de los 19. Desde entonces, y a no ser que esté incomunicada en un lugar sin cobertura o en el extranjero, cada día me conecto. Y la mayor parte del tiempo, paso muchas más de tres horas en redes sociales. Y antes pasé tardes enteras en el messenger, y mucho antes de eso, quemé la tarifa plana de Terra durante las noches de los fines de semana en un chat. Aún así, ni me voy a suicidar, ni me drogo salvajemente, ni se puede decir que no tenga vida social.

Comenzaré por el principio. Allá por mis tiernos 19, en Navidades, un amigo de la facultad me invitó a pasar por un chat en el que él participaba. En vacaciones no nos veíamos (algo raro, por lo visto, pero que era norma entre el grupo de amigos), y así podríamos mantener el contacto. Entré, vi y vencí como aquél que dice. No sólo hablé con él, conocí a un montón de gente maravillosa con las que compartí horas y horas de charla, momentos maravillosos de mi vida y otros no tan buenos. Y también conocí a gente que no merece la pena recordar, como en todos los ámbitos de la vida. Al contrario que en nuestra vida "normal", en un chat, en ese al menos, no importaba una mierda tu físico, edad o estatura. Sólo lo que tenías que decir. Para alguien que, a pesar de no estar acomplejado, siempre ha sufrido la tara de ser "la gorda", eso es un mundo. Por primera vez importaba quién era yo, por primera vez se miraba más allá, de entrada, como primera impresión. Y ahora, que venga cualquier gilipollas a decirme que eso es peligroso. Mis cojones.

Como en todo, tiene sus partes buenas y malas. Si no tienes la cabeza amueblada, es normal que acabes donde no debes, hablando con quien no debes y diciendo cosas que no debes. Pero el peligro no es el chat, el peligro es la educación recibida. Joder, yo sé que a un nickname al otro lado del ordenador no debo decirle dónde vivo, por lógica. Ni mandarle fotos de mis tetas... Pero porque he recibido esa educación. Si te sueltan como cabra al monte... la culpa y el peligro no es del chat, la culpa es de tus padres, por vestirte como una puta. He dicho.

Pues eso, que en ese chat fui yo, conocí a gente estupenda, pasé momentos maravillosos y... un día, simplemente acabó. Como todo, sigue un ciclo vital. Personas que en ese momento eran importantísimas para mí, desaparecieron de mi vida. O yo de las suyas.

Luego vino el messenger, entretenido, pero que me enganchó menos. Hasta que llegó un día en que una de esas personas importantes del chat, el viejo general, me habló de un juego on line. Primera noticia que teníamos mutuamente en años, pero aún así, no importó. Retomamos el contacto, jugamos, dedicamos nuestra vida a ese pequeño pedazo de espacio en Internet. ¿3 horas? ¡3 días seguidos sin apartarme llegué a estar! Y aún así, cuando había cosas que hacer en la "vida real", apagaba el ordenador y salía. Lo dicho, cabeza bien amueblada, y saber dónde hay que colocar cada cosa.

Aún así, ese juego, y el que lo siguió, me permitió también conocer gente de muy diversa procedencia. Gente con la que compartir aventuras, romances virtuales, y miles y miles de escritos. De este juego, del primero y mejor, conservo aún gente a mi alrededor, y uno de mis mejores amigos apareció en mi vida gracias a esta adicción. Un desmemoriado que no se podrá olvidar jamás.

Y después, después llegó Facebook. ¿Y qué me ha reportado esta red social? Una tremenda posibilidad de cotilleo, no nos engañemos :P. Pero también, y eso es mucho más importante, retomar el contacto con personas que creía perdidas para mí. Gente de mi infancia y adolescencia, compañeros de clase, habitantes de ese "Other"... personas que formaron parte de mi vida, una parte importantísima, y que había perdido. Ahora vuelven a estar ahí. Les tengo cerca, aunque vivan a miles de kilómetros. También me acerca a mi familia, me permite ver crecer a los míos a un mundo de distancia, me permite compartir sus vidas y que ellos compartan la mía.

Y ahora, que venga un gilipollas cualquiera a decir que internet, los chats y las redes sociales son peligrosas. Lo peligroso es la estupidez que atenaza a esta sociedad, el borreguismo que nos impide pensar con lógica y dos dedos de frente. Las redes sociales no alejan, no aislan, no hacen que te metas coca hasta las cejas. Eres tú quién hace todo eso. Igual que eres tú quien coge una katana y mata a su familia, y no el juego de rol al que estabas jugando. Son meras herramientas en nuestras manos, y tenemos que ser nosotros quienes les saquemos el máximo partido, sin perder nuestra esencia por el camino.

No soy una yonki, y la verdad, el día que me creé una cuenta en Facebook no sabía que me iba a devolver a tantos y buenos amigos. Tengamos un poquito de lógica y dejemos de decir sandeces. Aunque me da que eso es pedir demasiado.

13 junio, 2011

Escribir a máquina

Hoy, leyendo el artículo de Pérez Reverte, me ha asaltado una terrible melancolía. Yo, que paso mi vida pegada a un teclado de ordenador, he recordado esos momentos en que, en lugar de pantalla, una fina hoja de papel mostraba los resultados de mis avances.

Yo comencé en esto de la tecla a la temprana edad de 8 años. El 26 de junio de 1988 me regalaron por mi comunión (de ahí que la fecha esté grabada a fuego) una preciosa Olivetti Lettera 42. Una maravilla como ésta:


Tenía, como la de la foto, la cinta partida para escribir en negro o rojo, y un botón para borrar incluso. Oh, maravilla de maravillas. Era el último modelo, un capricho, que a mis ojos de niña de 7 años que acaba de hacer la comunión era una mierda.

Pero pasaron los días, pocos la verdad, y empecé a aporrear las teclas sin orden ni concierto. Pero me gustaba, así que mi madre, ni corta ni perezosa, me matriculó en una academia de mecanografía. Con 8 años. Sí, leéis bien. El problema, que a la directora de la academia se le olvidó comentar, es que hasta los 11 años no te dejaban examinarte del título. Así que, servidora, tardó 6 años en sacarse el título de Mecanografía (Por la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, ahí es nada), mientras que otra gente, en un par de años lo tenían listo.

Pero lo hija de puta que era la Señorita Pili (bruja de mi infancia que representó mi única pesadilla en cuanto a temas de profesorado, pero que ella sola fue capaz de amargarme la existencia durante 6 largos años), lo comentaré en otro momento.

Ahora lo que me importa es esa sensación. Entrar en el aula donde estaban las máquinas, viejas Olivettis de hierro y teclas más duras que la madre que las parió, respirar el intenso olor a tinta que impregnaba todo el ambiente, escuchar el tactactac de las teclas... ahora, en estos momentos, más de 20 años después, lo recuerdo con cariño. En esa época, era una tortura, claro.

En esa academia, con esas viejísimas Olivettis, verdes en mi caso,


en esa academia, decía, aprendí el valor de las palabras. Grabé a fuego el orden de las teclas, tanto, que ahora mi portátil tiene algunas letras borradas y no es problema para mí. Aprendí a escribir "al tacto", como se decía entonces. Aprendí a amar ese dolor en los dedos, después de estar horas con el ASDFGF, ÑLKJHJ. Y aprendí a que, por mucho que quisiera la señorita Pili, jamás de los jamases emplearía el meñique para teclear.

Gracias a mis chorrocientas pulsaciones, conseguí mi primer empleo. Y a partir de ese regalo de comunión que tan inútil me pareció, creo que jamás he pasado más de dos días seguidos sin darle a la tecla, por un motivo u otro. Tengo que reconocer, eso sí, al hilo del artículo con el que he comenzado todo, que mi paso de la máquina al ordenador no fue traumático, al contrario. Teclas más suaves, más pulsaciones, más velocidad, mejor para mí. Aunque sí que se me ha quedado, como pequeño defecto de formación, una forma agresiva de pulsar las teclas, unos golpes demasiado fuertes que delatan a quien, en lugar de un teclado, aprendió a amar la escritura con esas teclas redondas y duras.

Odié tanto como ahora amo esas largas cartas de práctica en las que, después de dos folios perfectamente escritos, cometías la odiosa errata que lo daba todo al traste. Odié la historia de la Real Sociedad Económica Matritense, que tenías que transcribir, a pesar de que eso significaba que ya estabas en tercero y que la libertad estaba cerca. También hice un curso de taquigrafía, pero eso no me gustaba y supliqué por dejarlo. Nunca se me ha dado bien escribir a mano.

Y todo esto para reconocer que, como Arturito, yo hoy siento añoranza también de ese viejo trasto. De ese olor a tinta (parece mentira cómo se incrusta en tu cerebro, cómo te marca, cómo aún ahora puedo sentirlo si me concentro), de las marcas en los dedos al colarse entre las teclas, del dolor en las yemas después de horas de práctica. Mi primer diario lo escribí en esa máquina... Supongo que siento todo este cariño por ella porque, por fin, alguien como yo podía escribir con una letra bonita, y todo el mundo, de una puñetera vez, se fijaría en lo que decía, y no en lo feo de su apariencia.

Fui la primera en entregar los trabajos a máquina en el cole. Normal, a los 8 ya sabía escribir a máquina... Creo que jamás se lo he agradecido a mis padres. Un error imperdonable.