Ya nada importaba. Ni siquiera correr. El deseo de cambiar, de comenzar de cero, de ser otra persona también había sido pisoteado. Ya ni eso le quedaba. Y lo peor es que no sentía dolor por esa pérdida, ni por ninguna otra. No sentía nada. Tan sólo esa profunda tristeza que todo lo anestesiaba. Capaz de matizar de gris hasta el negro más oscuro. Capaz de matarla, sin obligarla a cerrar los ojos.
Siempre le habían dicho lo fantástica que era, lo asombrosa que era, lo maravillosa que debería ser la vida estando en sus zapatos. Fuerte, abierta, simpática... Y ella lo creía. No tenía esa manida sensación de llevar una máscara. Esa era ella. Pero ya no lo era. No era maquillaje, no era una mentira. Simplemente, no podía más. Por no poder, ni siquiera sabía ya llorar.
Y ese día despertó naufragando en un océano inmenso. Y no le importó. Ya nada importaba. Ni siquiera tuvo consciencia de si abría o no los ojos. No le importaba tan siquiera eso. Pero no quería morir. Eso hubiera implicado una mínima chispa de energía, un mínimo deseo de voluntad. Y eso era todo lo que le faltaba. No haría nada, no sentiría nada, porque ya nada importaba.
"Te quiero" susurró una voz grave en su oído, tratando de no despertarla. Y esas palabras, una vez más, la encadenaron al deseo. Y volvió a ser esclava de la vida, esclava de la luz. Volvió a ponerse en pie, porque no todo daba igual, al fin y al cabo. Aún quedaba algo que sí tenía importancia.
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